A César le parece divertido como me desespero por un "miserable pucho", como él le llama, también le da risa cuando me asusto porque hay un gato cerca y sobre todo le da risa cuando me pongo súper dramática. Me gusta que mis manías le parezcan divertidas, en especial porque le parecen tiernamente divertidas y no risibles a modo de burla.
Hemos bebido vino mientras escuchábamos "La novena", eso me ha puesto bastante nerviosa, aunque el vino me haya relajado, hablar del drugo Alex ha sido inevitable, así como planificar crímenes perfectos a lo largo de nuestra divertida conversación... demente, para el resto, obvio.
Y ahora, justo ahora, necesito un "miserable pucho", busco en su casaca, en la mesita de noche, en el escritorio...nada. Lo miro suplicando, porque sé que el tiene puchos, porque además sé que no le gusta que lo mire así y lo único que puede hacer es darme ese "miserable pucho" para huir de esa mirada, pero no hace más que reir, es todo un juego para él, salta por la habitación con la cajetilla de Hamilton mentolado en la mano, corre de una lado al otro mientras lucho por alcanzar aquella cajetilla, eso le causa más risa y así sigue por unos muy largos minutos...
¡joder! César no estoy jugando, de verdad quiero ese pucho- le grito.
Nada. César sigue riendo como si fuera la cosa más divertida del mundo verme perseguirlo, me canso, me siento en la banca que está en un rincón y le digo que ya no quiero nada, me pongo triste y juego a balancear mis pies en el aire, pues la banca es alta y yo soy chiquita, sí. Y ahora estoy siendo aún más chiquita, una chiquita engreída que ya no quiere nada, nada excepto que César venga a suplicarme que le acepte un pucho, lo cual hace, pero como buena chiquita engreída, lo rechazo una y otra vez, insistiendo en que de verdad ya no quiero nada, que se fume todos sus puchos y que ojalá le aprovechen.
Miro al suelo, con los labios fruncidos como para mostrar más mi fastidio, me coge por la cintura y me levanta con sus fuertes brazos, luego, juega a darme vueltas por la habitación... le pido que me baje, no hay resultado, y yo no puedo bajarme, me podría dañar, así que dejo que me siga dando vueltas, me mira, me besa, me acaricia la mejilla y me dice: "ya, ya, ya niña malcriada, todo por el miserable pucho" mientras sonríe, le hace gracia todo una vez más.
Yo, satisfecha cedo y lo dejo besarme y le recibo el pucho, feliz.
Si César supiera que el "miserable pucho" me hace muy, mucho, muy feliz, no le diría miserable al pucho que tengo entre los dedos, si César supiera que la parte más linda de estarme fumando el miserable pucho es que para ello tuvo que darme vueltas por la habitación, sonreirme, acariciarme y besarme, no le diría para nada "miserable pucho".